Cuando pintar un abanico se convierte en un acto revolucionario
El arte tiene algo de magia y un poco de terapia. Y si se mezcla con pinceles, abanicos y risas compartidas, el resultado es casi alquímico. El pasado 6 de marzo, en el Salón de Actos Antonio Hermoso de FEPAMIC, ocurrió exactamente eso: un grupo de personas se reunió para convertir la tela en lienzo, la pintura en emoción y la creatividad en una especie de medicina que no necesita prospecto.
A medida que los colores se deslizaban por el papel, las miradas se iluminaban. Había quienes nunca habían sujetado un pincel con tanta intención y quienes llevaban toda la vida pintando a ratos, como quien escribe un diario que solo se entiende con el tiempo. Entre manchas de acrílico y acuarelas diluidas en tazas de café, el taller de expresión artística se transformó en un espacio de libertad, donde cada brochazo era un pequeño acto de reivindicación personal.
Las imágenes del evento hablan por sí solas: abanicos decorados con nombres y flores, papel adornado con hojas y plumas, colores vibrantes que parecían escaparse de la realidad para instalarse en la fantasía. “Nunca pensé que podría pintar algo así”, se escuchaba de fondo, mientras alguien firmaba con orgullo su creación. Porque el arte, además de ser bello, es un recordatorio de que somos capaces de hacer cosas que nunca imaginamos.
Y es que este taller no era solo un taller. Era un punto de encuentro, una conversación sin palabras entre pinceles y almas inquietas, una excusa perfecta para recordar que la expresión artística no entiende de edades ni de experiencia, solo de ganas. Ganas de probar, de equivocarse, de crear sin miedo.
Gracias a AOCOR y a la profesora Lola Araque por hacer posible este rincón de belleza y resistencia. Porque, en un mundo donde todo pasa rápido, detenerse a pintar un abanico es casi un acto revolucionario.